Acompañar no es conducir, no es guiar, no es meterse en el lugar de nadie. Es caminar juntos, a veces al lado, otra veces detrás y, si hace falta, delante.
Ejercer mi profesión cerca de quien tiene el honor y la responsabilidad de gestar la vida y entregarla al mundo, es la mejor oportunidad que se me ha dado para conocer el poder del cuerpo y del corazón humano. Me refiero al poder de recibir la vida, de contenerla, alimentarla, defenderla, envolverla de ternura y desprenderse de ella en un extraordinario acto de amor.
Desde hace años atiendo partos en casa y en una clínica privada de Barcelona. Mi manera de acompañar a las familias ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Cuando entendí que la historia de nuestros antepasados nos habita, que nuestro cuerpo está impregnado de las memorias de sus partos, de sus sufrimientos y de sus logros, pude explicarme muchas de las dificultades que viven las mujeres para concebir, gestar y parir. No tiene a que ver con su deseo, con su esfuerzo ni con su capacidad de amar.
Ahora sé que cuando la madre y el padre logran estar presentes, guiar al niño hacia su nacimiento, dándose y dándole la confianza necesaria, cualquier parto se convierte en un acto de amor encarnado.
¡Y esto, de por sí, es el milagro!